Recordando a los antepasados

Artículo de Elisenda Navinés publicado en le journal El Bourricot, novembre 2018.
Tanto el 1 de noviembre que es el día de Todos los Santos como el 2 que es el día de los difuntos, son días perfectos para recordar a nuestros muertos o en su defecto, naturalizar el hecho de morir a nuestros hijos. Deberíamos poder hablar la muerte en la vida cotidiana y no sólo cuando nuestros hijos, familia o amigos están vinculados emocionalmente.
En estas fechas coincide el comienzo del frío, la oscuridad y la muerte de la naturaleza.
En el pasado había la creencia popular de que en esta noche del 2 de noviembre las almas de los muertos volvían a las casas donde habían vivido y se les encendía una vela en algún rincón para hacer presente una relación aún existente entre los vivos y sus antepasados.
Esta tradición, invitada a reflexionar sobre la temporalidad de la vida y a honorar los seres que nos precedieron, recordando quiénes fueron y qué es lo que heredamos de ellos como parte de quiénes somos.
Ya en la edad media, las «danzas de la muerte» representaban la muerte como una realidad repentina que no podemos evitar y que no tiene en cuenta ni la edad ni el estatus social, arrasando así por con todo delirio de la grandeza en la nada. El mensaje transmitido era que el tiempo es corto y que no sabemos cuándo vendrá a buscarnos. El objetivo era el de mantener viva en la creencia en la gente de que la muerte se vence por la redención y que la vida continuaba con el alma cuando el cuerpo desaparece.
Hoy en día como mucho, el día 1 vamos al cementerio a poner flores a nuestros muertos, pero una vez ya no estamos allí, en general, no hablamos más de ellos ni entre nosotros, ni tampoco a nuestros hijos.
Hemos desterrado de nuestras vidas y de nuestra sociedad el significado de la muerte. La hemos invisibilizado porque el temor a lo desconocido nos inmoviliza y despierta la angustia de la separación o pérdida que todos hemos experimentado cuando todavía eramos demasiado tiernos e indefensos. Pero esto nos hace más débiles y temerosos.
El temor y la negación de la muerte no nos ayudarán en el día que nos venga a encontrar. Lo que más nos ayudará habrá sido tenerla presente como una parte natural de la propia existencia.
Antes, la muerte era percibida como un hecho natural y lógico y mayoritariamente la gente se moría en casa en presencia de toda la familia.
Recuerdo el día que murió mi abuela que vivía con mi abuelo en casa con nosotros. Tenía nueve años y normalmente era mi madre quien me despertaba para ir a la escuela, pero ese día no vino a despertarme. Al despertarme, me levanté de la cama y fuí al comedor. Mi padre no había ido a trabajar y todos mis hermanos también estaban en casa. Mamá me cogió de la mano y me dijo «ha muerto la abuela. No temas. Te acompañaré a darle un beso «. Entramos juntas en su habitación. Estaba acostada en la cama vestida de blanco como una novia. Parecía que dormía. Me acerqué muy despacio y le di un beso en el frente y la frialdad del contacto con la piel y la ausencia de gesticulación me hizo entender en el acto que era la muerte. El impacto fue muy fuerte y el dolor inmenso, pero la mano de mi madre no me dejó y yo pude llorar con ella a su lado.
Hoy morimos principalmente en hospitales y solos. Es muy triste. Es muy desolador.
El temor y la ansiedad que nos evoca la muerte están muy ligados a nuestra historia personal, cultura y creencias familiares y sobre todo a nuestra capacidad para hacer frente a la separación y los cambios. Cuando perdemos a un ser amado, esta angustia de separación que experimentamos será mayor en función de cómo nuestros padres gestionaron el vínculo de apego. Este vínculo, cuando llega la adolescencia tiene que cambiar con el fin de poder ser uno mismo, y esto significa coger distancia con quien estamos más apegados.
La palabra «duelo» proviene de dos palabras originarias del latín “Dolus”, que significa sentir un dolor profundo y «duellum”, que significa desafío. Es un proceso que debe producirse para adaptarse al dolor que sufrimos después de una pérdida importante o significativa en nuestras vidas. Los niños, aunque tengan una gran capacidad para adaptarse a los cambios, son especialmente sensibles y vulnerables para poder hacer este proceso, sobre todo si han tenido un vínculo muy fuerte con la persona fallecida y más aún si sucede de forma repentina. Tanto para los niños como para los adultos, cuando más fuerte es el vínculo afectivo más sufrimiento habrá. I este sufrimiento también será directamente proporcional al concepto de muerte que habremos elaborado previamente.
Lo mejor para elaborar y naturalizar la muerte como un hecho natural que es necesario asumir en nuestras vidas, es hablarlo en familia, siempre y cuando sepamos cómo gestionarlo.
El dolor no es una patología. Es un proceso que tenemos que pasar cuando perdemos a alguien que amamos. Este dolor no tenemos ni que suprimirlo ni negarlo y necesitamos saberlo detectar tanto los que trabajamos en el sistema sanitario como los maestros en las escuelas cuando alguien pueda necesitar ayuda. La muerte no tendría que ser nunca un tema «tabú» de la que no podemos hablar. De esta inexperiencia provienen tantos dolores patológicos, un dolor que se enquista y que se elabora adecuadamente.
Un duelo pasa a ser patológico o complicado, cuando este dolor se prolonga excesivamente en el tiempo porque no se consigue asumir la pérdida y no se puede seguir con la vida de una manera adaptada y funcional. La persona se siente impotente ante el dolor de la pérdida y se rompe el equilibrio psicofísico. Aparecen dificultades para mantener o desarrollar un trabajo, cuidar las relaciones familiares y los amigos, así como adquirir nuevos desafíos. Los síntomas psicológicos suelen traducirse en una gran amargura por la pérdida del ser querido, una gran añoranza, un deseo de recordar continuamente al ser querido, depresión, llorar a flor de piel…. Los síntomas fisiológicos también pueden ser como regla general, pérdida de apetito, alteración del sueño, dolores musculares, etc.
Las emociones en un proceso de duelo pueden ser muy diversas (negación, rabia, tristeza, dolor, aceptación, renuncia, nostalgia, serenidad, paz…) y siempre afectan el equilibrio y el bienestar emocional cuando la muerte del ser querido sigue siendo reciente. Por lo tanto, es muy importante tener conciencia de las emociones que vivimos en este proceso con el fin de gestionarlas correctamente.
En cualquier proceso de duelo, la gente necesita el calor de la familia y los amigos que puedan aportar consuelo y acompañamiento tanto físico como emocional porque la impotencia y la debilidad en estos momentos están muy presentes.
Cuando el dolor de la pérdida es demasiado intenso y la persona tiene dificultad para adaptarse a la nueva realidad requerirá el apoyo de un profesional para encontrar la fuerza necesaria para poder seguir el proceso de duelo satisfactoriamente.
No olvidemos nuestras tradiciones, nuestra cultura y nuestros valores ancestrales. Tratemos de leer su contenido. Seguro que nos ayudaran a entender mejor quiénes somos, de dónde venimos y a donde vamos. Transmitir de nuevo a nuestros hijos y nietos el significado de la vida y la muerte es casi un deber, porque permite poner un deseo de esperanza en este mundo hoy tan enfermo.
«Podríamos creer que la confusión que sentimos en nuestras vidas es un fenómeno aislado. En realidad, está relacionado con nuestra falta de conexión con nuestros antepasados «
«Los ritos iniciáticos enseñan al joven que aborda la vida adulta que la muerte es parte de la vida, que sin la muerte no hay vida «
«Aceptar la propia muerte es el summum de la vida iniciática. El iniciado acepta morir para que los otros vivan. Es, sin embargo, la mayor caridad. A veces, el hombre tiene que saber cómo imitar la semilla que acepta morir para que la planta pueda crecer «
Anónimos africanos.
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